El bosque mantenía su constante marcha de vida. Era
de noche, la luna llena justo alumbraba sobre los árboles. Cada animal se
dedicaba a lo suyo. Algunos descansaban, otros cazaban, otros huían, y otros
pocos simplemente andaban por el laberinto de árboles sin importar la
oscuridad. Tal era el caso del pequeño sapo, que daba brinquitos avanzando
lentamente entre las hojas caídas.
El sapo estaba enojado. Iba pensando en la molesta
situación que ya lo frustraba y acababa con su paciencia. El pequeño no estaba
conforme con su piel. Siempre se quejaba de la verdosa, arrugada, y seca piel
que se cargaba. Simplemente le desagradaba. Aquella noche se encontraba más
enojado que en cualquier otra. Ya no estaba dispuesto a seguir soportando esa
piel, sentirse incómodo, infeliz, y rechazado por algunos animales del bosque.
De pronto, vio como un pequeño ratón caminaba
directo a su madriguera. Lo observó detenidamente, y se dio cuenta del hermoso
pelaje que llevaba. Un pelaje cómodo, confortable, con un color café y
brillante. El sapo pensó “Esa piel se vería perfecta sobre mí”
Convencido por la idea, siguió al ratoncito hasta su
madriguera, y una vez dentro, lo sorprendió por detrás, y sin dar aviso,
desprendió la capa de piel peluda del ratón. Dejó al roedor botado. El pequeño
sapo se arrancó su propia piel de un jalón y enseguida se colocó la del ratón,
ajustándosela poco a poco como si de una pijama se tratase. Finalmente, tenía
el pelaje puesto. Contento por su nueva adquisición salió fuera de la
madriguera probando sus primeros brincos. Comenzó a andar entre hojas y ramas
por el suelo, presumiendo su nuevo pelaje.
“¡Miren,
miren! ¡Soy un bello sapo peludo!” Se movía a todas direcciones con alegría,
hasta que un pequeño apretón lo hizo caer. Confundido, inspeccionó el pelaje.
Notó que estaba muy ajustado, de hecho, ni siquiera cubría sus patas y no lo
dejaba moverse libremente, mucho menos con lo gordo que estaba. “¡Rayos! ¡Esta
piel es muy incómoda!” Intentó acomodarla durante un rato sin parar de
quejarse, pero era imposible. La piel no era para él.
Rendido, desprendió la piel del ratón y la botó en
la tierra. Ahora se encontraba sin piel alguna que lo protegiera. Decidió
seguir caminando por el bosque, un poco triste, en busca de un nuevo abrigo.
Pasaron las horas y el pequeño sapo brincaba y
brincaba sin encontrar lo que buscaba. Hasta que al fin, sus ojos se
encontraron con un pequeño armadillo. Se acercó rápidamente contemplando su
piel, que en realidad tomaba el papel de una coraza. Era dura, imponente, brillante…
“¡Era increíble!” Pensó el sapo. Llegó hasta el armadillo, que apenas doblaba
su tamaño. El pequeño animal de coraza recibió al pobre sapo sin piel, pero sin
darle tiempo de saludar, el sapo se lanzó contra él y de un jalón le arrancó su
gran armadura. El armadillo quedó al desnudo. El sapo salió corriendo
arrastrando, y cuando perdió de vista al armadillo, se colocó la coraza encima.
“¡Es muy imponente!, ¡Todos me temerán!, ¡Me
amarán!” El sapo se preparó para dar su primer brinco con la nueva armadura
puesta. Se impulsó, y saltó… Pero inmediatamente fue devuelto al suelo con un
fuerte golpe. ¡Qué dolor!
El sapo se dio cuenta de que ni siquiera podía
cargar con la coraza encima. Rayos, era bastante grande y pesada. ¡Jamás podría
moverse así!
Decepcionado, se desprendió la armadura y la
abandonó junto a un árbol. Volvió a emprender su camino. Frustrado y triste de
no encontrar una bella piel que le quedara a la medida.
Justo cuando iba a rendirse, un camaleón apareció
frente a él, cambiando del color verde de las hojas a un tono rojo. ¡Qué
impresionante! Al sapo le encantó la idea de aquella piel. Aunque fuese un poco
arrugada, era brillante, y tenía la mejor facultad que hubiese visto. Dio
brincos hasta el camaleón, éste intentó esquivarlo, pero fracasó. El sapito
tiró de su cabeza y le arrancó la piel sin causarle ningún desperfecto. El
camaleón echó a correr desnudo.
El sapo pidió porque esta piel en verdad le quedase,
se la puso poco a poco, la ajustó, y finalmente consiguió estar dentro de ella,
sin tomar en cuenta el saco de cola que arrastraba, y lo mal que le quedaba en
las piernas… A decir verdad, por todas partes. No le importó, se veía hermoso.
Comenzó a brincar con dificultad, sintiéndose el más bello del lugar.
Después de un largo paseo, pensó “Si el camaleón
podía cambiar al color de las cosas, yo también puedo” Convencido, subió hasta
la punta de un árbol, cayendo de vez en cuando, pero hasta que lo consiguió.
Una vez arriba, se postró ante el cielo que ya se ponía azul con los primeros
rayos de sol asomándose. Se concentró, apretó con fuerza sus ojos y luchó por
cambiar su piel, pero nada pasó. Probó una vez más, esta vez apretando con más
fuerza, pero no funcionaba. La piel no cambiaba de color, incluso parecía estar
perdiendo su original tono rojo.
No pensó soportarlo, se quitó la piel de inmediato y
la arrojó al vacío. Se bajó de las alturas de inmediato, y brincó por todo el
bosque sin consuelo, abatido por la situación. Hasta que después de unos
minutos, llegó ante un rio. Decidió subirse a una roca elevada por encima del
agua, un lugar perfecto para desahogarse. Apreció la salida del sol a lo lejos,
sin dejar de pensar en lo mal que se sentía por no encontrar una piel ideal.
De pronto, un grupo de sapos pasaron brincando por
el río. Eran sus conocidos. Aquellos sapos eran felices, brincaban y reían,
mostrando sus imponentes saltos y su bella y arrugada piel verdosa. Ellos si
estaban contentos con cómo eran, ¿Por qué él no?
Fue en ese momento cuando se dio cuenta. Debía estar
feliz con su propia piel, pues no habría
ninguna otra que le quedara. No debía estar inconforme, ni envidiar la
de los otros animales, pues cada quien tiene una característica personal, y
cada quien debe quererse y valorarse como es, pues simplemente, puede no
quedarnos la piel de los demás.
Debía recuperar su piel. Bajó de la roca y brincó a
toda prisa en dirección a la madriguera donde había dejado su piel inicial.
Estaba desesperado, ahora tenía todas las ganas de reunirse con su verdadero yo.
Fue a toda prisa, a punto de adentrarse entre los árboles, y de repente, un ave
se desplazó por el suelo, pescando al pequeño sapo con su pico y llevándoselo
en el vuelo, usándolo como alimento. Al final, la decisión del pequeño sapo ya
era irremediable.
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