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miércoles, 3 de agosto de 2016

La piel del sapo

El bosque mantenía su constante marcha de vida. Era de noche, la luna llena justo alumbraba sobre los árboles. Cada animal se dedicaba a lo suyo. Algunos descansaban, otros cazaban, otros huían, y otros pocos simplemente andaban por el laberinto de árboles sin importar la oscuridad. Tal era el caso del pequeño sapo, que daba brinquitos avanzando lentamente entre las hojas caídas.

El sapo estaba enojado. Iba pensando en la molesta situación que ya lo frustraba y acababa con su paciencia. El pequeño no estaba conforme con su piel. Siempre se quejaba de la verdosa, arrugada, y seca piel que se cargaba. Simplemente le desagradaba. Aquella noche se encontraba más enojado que en cualquier otra. Ya no estaba dispuesto a seguir soportando esa piel, sentirse incómodo, infeliz, y rechazado por algunos animales del bosque.

De pronto, vio como un pequeño ratón caminaba directo a su madriguera. Lo observó detenidamente, y se dio cuenta del hermoso pelaje que llevaba. Un pelaje cómodo, confortable, con un color café y brillante. El sapo pensó “Esa piel se vería perfecta sobre mí”

Convencido por la idea, siguió al ratoncito hasta su madriguera, y una vez dentro, lo sorprendió por detrás, y sin dar aviso, desprendió la capa de piel peluda del ratón. Dejó al roedor botado. El pequeño sapo se arrancó su propia piel de un jalón y enseguida se colocó la del ratón, ajustándosela poco a poco como si de una pijama se tratase. Finalmente, tenía el pelaje puesto. Contento por su nueva adquisición salió fuera de la madriguera probando sus primeros brincos. Comenzó a andar entre hojas y ramas por el suelo, presumiendo su nuevo pelaje.

 “¡Miren, miren! ¡Soy un bello sapo peludo!” Se movía a todas direcciones con alegría, hasta que un pequeño apretón lo hizo caer. Confundido, inspeccionó el pelaje. Notó que estaba muy ajustado, de hecho, ni siquiera cubría sus patas y no lo dejaba moverse libremente, mucho menos con lo gordo que estaba. “¡Rayos! ¡Esta piel es muy incómoda!” Intentó acomodarla durante un rato sin parar de quejarse, pero era imposible. La piel no era para él.

Rendido, desprendió la piel del ratón y la botó en la tierra. Ahora se encontraba sin piel alguna que lo protegiera. Decidió seguir caminando por el bosque, un poco triste, en busca de un nuevo abrigo.

Pasaron las horas y el pequeño sapo brincaba y brincaba sin encontrar lo que buscaba. Hasta que al fin, sus ojos se encontraron con un pequeño armadillo. Se acercó rápidamente contemplando su piel, que en realidad tomaba el papel de una coraza. Era dura, imponente, brillante… “¡Era increíble!” Pensó el sapo. Llegó hasta el armadillo, que apenas doblaba su tamaño. El pequeño animal de coraza recibió al pobre sapo sin piel, pero sin darle tiempo de saludar, el sapo se lanzó contra él y de un jalón le arrancó su gran armadura. El armadillo quedó al desnudo. El sapo salió corriendo arrastrando, y cuando perdió de vista al armadillo, se colocó la coraza encima.

“¡Es muy imponente!, ¡Todos me temerán!, ¡Me amarán!” El sapo se preparó para dar su primer brinco con la nueva armadura puesta. Se impulsó, y saltó… Pero inmediatamente fue devuelto al suelo con un fuerte golpe. ¡Qué dolor!

El sapo se dio cuenta de que ni siquiera podía cargar con la coraza encima. Rayos, era bastante grande y pesada. ¡Jamás podría moverse así!

Decepcionado, se desprendió la armadura y la abandonó junto a un árbol. Volvió a emprender su camino. Frustrado y triste de no encontrar una bella piel que le quedara a la medida.

Justo cuando iba a rendirse, un camaleón apareció frente a él, cambiando del color verde de las hojas a un tono rojo. ¡Qué impresionante! Al sapo le encantó la idea de aquella piel. Aunque fuese un poco arrugada, era brillante, y tenía la mejor facultad que hubiese visto. Dio brincos hasta el camaleón, éste intentó esquivarlo, pero fracasó. El sapito tiró de su cabeza y le arrancó la piel sin causarle ningún desperfecto. El camaleón echó a correr desnudo.

El sapo pidió porque esta piel en verdad le quedase, se la puso poco a poco, la ajustó, y finalmente consiguió estar dentro de ella, sin tomar en cuenta el saco de cola que arrastraba, y lo mal que le quedaba en las piernas… A decir verdad, por todas partes. No le importó, se veía hermoso. Comenzó a brincar con dificultad, sintiéndose el más bello del lugar.

Después de un largo paseo, pensó “Si el camaleón podía cambiar al color de las cosas, yo también puedo” Convencido, subió hasta la punta de un árbol, cayendo de vez en cuando, pero hasta que lo consiguió. Una vez arriba, se postró ante el cielo que ya se ponía azul con los primeros rayos de sol asomándose. Se concentró, apretó con fuerza sus ojos y luchó por cambiar su piel, pero nada pasó. Probó una vez más, esta vez apretando con más fuerza, pero no funcionaba. La piel no cambiaba de color, incluso parecía estar perdiendo su original tono rojo.

No pensó soportarlo, se quitó la piel de inmediato y la arrojó al vacío. Se bajó de las alturas de inmediato, y brincó por todo el bosque sin consuelo, abatido por la situación. Hasta que después de unos minutos, llegó ante un rio. Decidió subirse a una roca elevada por encima del agua, un lugar perfecto para desahogarse. Apreció la salida del sol a lo lejos, sin dejar de pensar en lo mal que se sentía por no encontrar una piel ideal.

De pronto, un grupo de sapos pasaron brincando por el río. Eran sus conocidos. Aquellos sapos eran felices, brincaban y reían, mostrando sus imponentes saltos y su bella y arrugada piel verdosa. Ellos si estaban contentos con cómo eran, ¿Por qué él no?
Fue en ese momento cuando se dio cuenta. Debía estar feliz con su propia piel, pues no habría  ninguna otra que le quedara. No debía estar inconforme, ni envidiar la de los otros animales, pues cada quien tiene una característica personal, y cada quien debe quererse y valorarse como es, pues simplemente, puede no quedarnos la piel de los demás.


Debía recuperar su piel. Bajó de la roca y brincó a toda prisa en dirección a la madriguera donde había dejado su piel inicial. Estaba desesperado, ahora tenía todas las ganas de reunirse con su verdadero yo. Fue a toda prisa, a punto de adentrarse entre los árboles, y de repente, un ave se desplazó por el suelo, pescando al pequeño sapo con su pico y llevándoselo en el vuelo, usándolo como alimento. Al final, la decisión del pequeño sapo ya era irremediable. 




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